«¿Piensa ir a
vivir con ella?», le pregunté. Me dijo que
le sería difícil conseguir en otra ciudad un
trabajo tan interesante como el que yo le
había ayudado a encontrar y que, por otra
parte, a su novia le sería muy complicado
obtener una plaza aquí. Empecé a
maldecir (con bastante sinceridad) la
torpeza de la burocracia que no es capaz
de hacer posible que un hombre y una
mujer vivan juntos. «Tranquilícese
Ludvik», me dijo en un tono amable y
comprensivo, «la cosa no resulta tan insoportable. Gasto algo de tiempo y
dinero en viajar pero conservo mí soledad
y soy libre». «¿Para qué necesita usted
tanta libertad?», le pregunté. «¿Para qué
la necesita usted?», me devolvió la
pregunta. «Yo soy un mujeriego», le
contesté. «Yo no necesito la libertad por
causa de las mujeres, la quiero para mí
mismo», dijo y continuó: «Vayamos un
rato a casa, antes de que tenga que volver
al hospital». Era precisamente lo que yo
deseaba.